Son apenas 19 cuentos, pero su calidad individual hace que cada uno de ellos sea una joya irrepetible. Desde el primer cuento, en plena adolescencia, McCullers mostró su dominio en el género con un relato que transmite los cambios de dos adolescentes en su paso de la niñez a la juventud. Uno que está madurando con dificultad, pasando las crisis que determinan la forma en que los demás lo ven, luchando por ser aceptado, la inquietud por el sentirse diferente, y que ve cómo su primo, algo menor, pasa por crisis similares pero que oculta, o por lo menos que él no alcanza a ver. Porque todo adolescente cree que su sufrimiento es único, y su tendencia al aislamiento hace que vea en sí mismo y en el otro un misterio que lo asusta. Y este misterio es que domina por lo menos la mitad de los cuentos. Los conflictos de la adolescencia: miedos, celos, atracciones, aislamiento, sexo, obsesiones, inquietud por algo que va a suceder y que va a cambiarlo todo. El crecimiento trae cambios que ellos quisieran dominar, pero no pueden, y cuando quieren ver ya todo ha pasado, a veces subrepticiamente, y los recuerdos determinan la identidad, sin que ellos hayan podido elegir. Uno ya no es uno, sino otro.
La autora muestras paisajes crueles y tristes con un tono apacible y poético, con breves detalles, desde el más nimio, y es en esa nimiedad lo que hace la anécdota precisa (inevitable) y entrañable (dulce y amarga al mismo tiempo).
La habilidad para apoderarse de la conciencia tanto masculina como femenina es asombrosa, y transmite estados de ánimo con apenas gestos precisos y el clima del relato. Hay en su estilo casi una mezcla de la exactitud de Hemingway con la poética del tiempo de Proust.
Puede ser tan cruda como en El jockey, un relato casi hemingwayano, o tan tierno como en Madame Zilenski y el rey de Finlandia. Pero su crudeza nunca es brusca, sino siempre filtrada por el tono casi elegíaco, no por sobrecargado sino por melancólico, resignado, pausado sería el adjetivo que podría acercarse algo a este estilo tan peculiar de construcción narrativa.
La lucidez con que describe, en boca de otros personajes, su propia experiencia con el alcohol es encomiable, porque no lo transforma en un protagonista ni convierte al relato en un discurso en pro ni en contra. Sólo cuenta una historia donde el alcohol es casi un personaje que nunca habla pero que está allí, detrás y junto a los protagonistas. La música es otro elemento imprescindible en estos relatos, ya que la propia autora fue una intérprete frustrada del piano. Este elemento aporta dos factores importantes: el clima y el tono de la prosa, sin duda dominada por el lirismo, y por el otro lado la temática, es decir el miedo y el presentimiento de perder la propia habilidad o capacidad. El temor a la pérdida es un tema recurrente, tanto en sus protagonistas adolescentes expuestos a la pérdida de la infancia o de su habilidad musical, como en la adultez el miedo a la pérdida de la cordura, el talento o las ilusiones.
McCullers es despiadada con sus personajes, pero al mismo tiempo los envuelve con un halo de ternura. Difícil equilibrio, porque no es filosa ni cortante en su prosa, sino cálida sin dejar de ser absolutamente sincera, queriendo demostrar quizá de esa manera la ambivalencia de los seres humanos. Esta ambivalencia comprende tanto el plano espiritual y psicológico, como el sexual, de allí esa especie de peculiar comprensión de la conciencia masculina, en lo que hace a aspectos que no muchos autores varones se atreven a tratar. Sus personajes, en definitiva, no poseen una maldad conciente ni deliberada, sino que parecen agobiados por el peso de su propia personalidad, que no sabrían definir ni controlar. Son cobardes, tristes, resentidos, melancólicos y pasivos. Muchos de ellos están enfermos, y la piedad de la autora, capaz de sufrir las mismas debilidades, se dirige a ellos no para justificarlos, ni siquiera para consolarlos, sino para rescatarlos del anonimato de la nada, darles un espacio y una oportunidad de decir, de mostrarse, de hablar y continuar su camino al final de cada cuento.
Un párrafo aparte merece Penderton, el personaje quizá más inclasificable, más rico y peculiar, más torcido de McCullers, es casi una mezcla de todos los otros personajes: masculino, femenino, odio, amor, celos, resentimiento, altibajos emocionales, estupidez. Es casi una representación de toda la sociedad, una muestra de lo que se esconde bajo las máscaras que la costumbre hace tolerable y posible en medio de las superficialidad de la maquinaria social.
Los cambios se ven representados por la boda de su hermano mayor: con esa boda cambia todo para ella, su infancia desaparece de un modo definitivo, su único lazo se va acaparado por una extraña que se lo lleva. Y Frankie necesita y se convence de que ella debe formar parte de esa boda y ese matrimonio, que ella y ellos son un todo insoluble, por eso necesita hablar y explicar, y toda la tarde del viernes y sábado se dedica a decirles a los extraños lo que hará: ir a la boda y partir con ellos para ver el mundo. Dejará el pueblo, que la limita para ser una gran mujer, una personalidad a la que está destinada. Su padre es un hombre distante, preocupado por su trabajo, tranquilo y triste luego de la muerte de su mujer. No hace demasiado caso a los cambios de humor y los caprichos del crecimiento de su hija, pero la ama y se preocupa por ella cuando ella abandona la casa por una horas.
Frankie debe tomar decisiones, y les teme, se enfrenta con sus ilusiones, y se equivocará al confrontarlas con la realidad. Sabe, intuye que todos estamos incomunicados, y por eso nadie la comprende cuando ella tiene la necesidad, la imperiosa necesidad, de hablares y hacerles ver lo que está sintiendo. Ella toma la decisión de irse con su hermano y la esposa, pero el lector sabe que es una fantasía, que ella se chocará con una pared cuando vea la realidad el domingo después de la boda. Se sentirá lastimada, y el lector quisiera prevenirla, hacerla darse cuenta. Y esto es mérito de la narradora, que nos ha transportado, aún en con una voz narradora en tercera persona, a la mente y al alma de Frankie, una chica de 12 años.
Frankie crece, y en la segunda parte de la novela se llama F. Jasmine, porque ella siente que ese nombre le pertenece, y en la tercera parte se llama ya Frances, no una mujer todavía, pero ya en camino de serlo, no solo porque su cuerpo se lo dice, sino porque se ha enfrentado a su primera gran desilusión: la del cambio de las cosas, la del paso tiempo que nada lo conserva intacto. La belleza de las cosas de la infancia no puede ser conservada más que en la memoria.
Frankie se encuentra entre dos puntos de vista: la niñez de John Henry, su primo pequeño, con actitudes y posturas infantiles, y la madurez sabia y rústica de la sirvienta negra, Berenice.
Frankie descubre un mundo esa tarde de sábado, sensaciones nuevas, pero también los límites para todo ser humano: la incomunicación, la pérdida. Ella, al crecer, sabe que será más libre que en la niñez, sabe que puede ir y hacer lo que quiera, pero también descubre que estará más sola. Es una representante del género humano. Una niña de 12 años en un pueblo perdido de Estados Unidos, en medio de una guerra, una chica anónima y como todas las demás, se siente fea a veces, se sabe orgullosa y terca casi siempre, pero como todos los de su edad hay cosas que no podrá cambiar, cosas demasiado grandes, el tiempo y los cambios que barren con todo, incluso con lo que ellos mismos desearían conservar: eso que fueron en su infancia.
Carson McCullers enfrenta a su protagonista con algo más severo y más mortal que todos los ejércitos, el paso del tiempo, los estragos del crecimiento y la impotencia del dolor ante la muerte. Así, se convierte McCullers en digna heredera de William Faulkner, que según cuenta una anécdota, un día de 1962, en un auditorio de West Point, se acercó a ella, y abrazándola la llamó "hija mía".
Ricardo G. Curci