miércoles, 17 de agosto de 2011

Honoré de Balzac:

La prima Bette (1846)

Balzac tiene un estilo que se basa en ciertas características constantes en sus novelas. Son ellas las que le dan ese carácter tan peculiar, tan indefinible y etéreo como el agua que se escapa de las manos cuando la tomamos de un arroyo. ¿Es Balzac naturalista o intimista, es realista o fantasioso, es un gran escritor o un gran imitador? Yo creo que reúne todas estas cualidades y acepta muchas más, porque es casi un camaleón, un artista de la voz. Su tono es siempre parecido, pero los recursos que utiliza son tan sutiles que el lector apenas se da cuenta concientemente, el lector atento y estudioso por supuesto, de la forma en que el autor nos introduce no en los personajes sino en nuestras mentes y cuerpos a esos personajes. Su manera de narrar tiene las siguientes constantes: 1) Un estilo aparentemente simple, contemplando ciertos lugares comunes, cierta retórica propia de la época, pero cuya fluidez es continua, apabullante, tan cinematográfica como podría serlo Hemingway. 2) Disquisiciones filosóficas, sociales y humanas de una belleza poética y una cruda, patética y a la vez comprensiva concepción de la naturaleza humana. 3) Una ruptura de la estructura convencional de la novela, incorporando saltos bruscos en el tiempo narrativo, en los puntos de vista y la estructura de la argumentación (ver, por ejemplo, en La mujer de treinta años, cómo el autor es a su vez personaje testigo y los personajes asisten al teatro para ver una obra que tiene paralelismos con su propio drama). 4) Hay, sobre todo y por encima de todas estas cualidades, una inquebrantable solidez argumental.
Si aplicamos estos puntos a la novela que nos ocupa, vemos cómo La prima Bette alcanza niveles altísimos dentro de la novelística de todos los tiempos. Desde el principio, vemos que esta novela no es sólo una mínima parte del mundo retratado en La comedia humana, es también una de las dos partes de un díptico llamado Los parientes pobres. Por lo tanto, todo lo que contiene es parte de otra cosa más grande, donde los lazos son inagotables, donde las razones y la relaciones no están ni se agotan únicamente en lo que el autor ha inventado, sino que nos deja a cada uno de nosotros, sus lectores, hacer la asociaciones que nuestra imaginación sea capaz de crear. Nosotros recrearemos así como diariamente recreamos el mundo que Dios nos dio. Somos personajes pero también somos dioses de nuestro propio pequeño mundo, que a su vez es parte de otro más grande. Entonces, cualquiera de nosotros puede ser la prima Bette, esa solterona resentida y amarga cuya venganza enlaza todo el extenso largo una novela de 500 páginas. A veces en el primer plano, otras acechando desde planos secundarios, pero siempre responsable del drama que afecta a la familia Hulot. También somos el barón Hulot, mujeriego empedernido, atractivo hombre cuya obsesión carece de toda gracia para tomar tonos de tragedia. Somos la baronesa Adelina, estólida fortaleza de virtud, a quien Balzac supo quitarle toda actitud de beatería gratuita para infligirle una actitud de supremo sacrificio y enorme tolerancia. Somos madame Marneffe, la genial oportunista que se aprovecha del amor de cuatro hombres y a los cuales engaña haciéndoles creer a cada uno que el hijo que espera es suyo. Los personajes van creciendo a lo largo de la novela. Hulot envejece y se degrada física y moralmente, Adelina crece moralmente, madame Marneffe se va convirtiendo en un monstruo de gran belleza, que también se perderá al final en una adecuada alegoría balzaciana. La prima Bette se va transformando desde una simple solterona triste y solitaria en una vengadora cuyo odio parece irradiarse por toda ella. El fragmento de la novela donde Balzac describe el cambio de Bette luego de su asociación con Valeria Marneffe es de los más precisos y estremecedores desde el punto de vista de la concepción del hombre y la mujer: "...aquella especie de monja sangrienta, encuadrando con arte en bandós tupidos aquella cara seca y olivácea en la que brillaban unos ojos de un negror que hacía juego con el pelo y haciendo valer aquel talle inflexible. Lisbeth, cual una virgen de Cranach o Van Eyck, o una virgen bizantina salida de los lienzos... Era un bloque de granito, basalto o pórfido que andaba." Finalmente Bette dice de sí misma: "Empecé mi vida como una cabra hambrienta y la termino como una leona".
El final reserva una de esas sutiles vueltas de tuerca de Balzac. El final parece avecinarse y desencadenarse continuamente, varias veces. Hay varios finales uno detrás de otro dentro de esta trama compleja. Cuando los villanos parecen haber pagado sus culpas, retomamos la trama para recuperar al barón perdido, y cuando parece que todo terminará bien para esta familia, otra vez el drama no hace más que confirmar su inquebrantable razonamiento, su lógica implacable. La prima Bette morirá, habiendo disfrutado sólo una parte de su venganza. Ella morirá insatisfecha y resentida, como vivió toda su vida, pero la gran paradoja es que la memoria que todos guardarán de ella será de una estólida virtud y lealtad, máscara que supo coser adecuadamente a su rostro, aún en la muerte, para consolidar sus planes de destrucción. Hay, también, una trama secundaria al final, donde la vieja madame Nourrisson es el instrumento que Hulot hijo utiliza para contrarrestar los planes de Valeria Merneffe. El veneno del trópico y esta mujer parecen constituir una asociación indirecta, enlazada a través de los diversos planos donde cada uno de los personajes se mueve, pero nada de esto descarta la lógica realista de los hechos. Es una pizca que enriquece la enorme proporción de piedras preciosas que enriquecen esta novela. Hay rubíes y esmeraldas, hay oro y plata, pero también hay la suave textura del mármol y la crudeza del granito y el basalto. Es una novela que no deja caer la atención del lector en ningún momento. 500 páginas de maestría. 500 páginas de un mundo de hace 170 años, que parecen escritas exactamente hoy.